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MASONERíA - PRUEBAS TERRIBILÍSIMAS

MASONERíA - PRUEBAS TERRIBILÍSIMAS


Anoche interpreté la iniciática función de Hermano Terrible. Un profano pretendía ser aceptado en nuestra augusta institución. Y tan bien bordé mi papel que el joven recipiendario, ante la pregunta del Venerable Maestro sobre si estaría dispuesto a que yo, Edwin de Calatrava, experto engatusador, le extrajera una ínfima pizca de sangre para sellar solemnemente su juramento, el recipiendario, digo, emitió una apenas audible afirmación nada evidente, seguida de algunos suspiros que incitaron a los miembros de la honorable Asamblea a esgrimir la punta de sus floretes, prestos a ensartar al infame, a la vez que emitían murmullos de desaprobación. ¿Cómo? ¿Dudaba el muchacho? ¿No se dignaba a mostrar su valía en defensa de sus futuros hermanos?


Cuando se restablecieron la paz y el silencio y los dignos confabulados volvieron a juntar sus labios, reduciendo a la nada existencial la diminuta "o" que éstos habían dibujado, el Venerable, seguro de sí, como corresponde a su cargo, presentó otra fatídica cuestión al susodicho: que qué parte de su cuerpo expondría para la espantosa y terrorífica prueba de la sangre. El profano, que deseaba encontrarse no allí, sino en alguna isla olvidada del Pacífico Sur, por ejemplo, balbució de nuevo, haciendo gestos incontrolados, o, al menos, carentes de sentido en el marco histórico en que se hallaba.

A pesar de los mudos y angustiados deseos del sujeto no había omitido el del sillón central la espinosa pregunta, sino que, antes bien, la repitió con gravedad y empacho de volumen, ante lo cual los asamblearios asintieron, meneando las cabezas y buscándose unos a otros con la mirada. Fue entonces cuando saqué del bolsillo una chincheta, alzando con la otra mano mi espada toledana, presto a mandar a ese bellaco al más profundo de los infiernos de Dante si osaba negarse a afrontar la descarnada prueba. No fue necesario. El individuo, presa de inesperados temblores, agachó la cabeza y se desmayó ahí mismo, rodando de inmediato sobre el suelo damasquinado.

Todos los hermanos ulularon, descontentos, alarmados, sorprendidos ante esa escena lamentable de la que eran testigos. Sugerí entonces en voz alta que, dado que el secreto nos protegía en tan sublime y sombrío templo, no desperdiciáramos la oportunidad de librar al mundo de esa falla anti-geométrica que tanto lo afeaba. Insistí con grande elocuencia. ¿A qué esperar más? Urgía pasar a asuntos más serios. El Secretario, haciendo expresivos gestos para llamar la atención y mostrando el Acta de la reunión anterior, que debía leer necesariamente para cumplir con el ritmo cósmico de nuestra sagrada Orden arquitectónica, me daba la razón. Un cobarde menos en el mundo no le iba a importar a nadie. Ahí estaba ese mamarracho, con la conciencia ida, el cuerpo inane, los ojos vendados, el pecho descubierto, la rodilla desnuda y una cuerda rodeándole el cuello. Un pazguato ante el Oriente, caído, derrotado, en medio de tan excelso cenáculo de filósofos especulativos. Volví mi rostro al Venerable y levanté las palmas, dirigiendo al cielo estrellado la mirada. "¿Qué le vamos a hacer? Cada cual nace hijo de sus circunstancias y muere padre de sus acciones", le dije. Pero mis argumentos hicieron vacilar a la Asamblea, presa de no sé qué prejuicios liberales. Volví a pedir la palabra. La calavera que dormita desde hace lustros en la humilde y tenebrosa cueva de las reflexiones sufría de una impertinente invasión de hongos. Era justo que la reemplazáramos cuanto antes, de modo que el cráneo del profano desfallecido, en lugar de verse abocado al olvido y al desprecio del siglo, sería motivo de respeto por quienes, útiles y serviciales en la obra del gran Arquitecto, admiraran la póstuma función que, a pesar suyo, desempeñaría en adelante. Pero el Venerable alzó su mallete y golpeó en la piedra triangular. "Quedan los trabajos en receso", suspiró. Un hermano misericordioso levantó al desgraciado agarrándole por los sobacos y lo sentó en la columna del sur. La multitud congregada se dirigió hacia él. Unos le humedecían el cogote, otros opinaban no sé qué ideas peregrinas sobre la lipotimia y sus causas, otros abanicaban al malandrín con sus rituales de primer grado.

El profano fue conducido a la sala de los pasos perdidos. Se le liberó de la venda y lentamente fue recuperando el ritmo de la respiración. Encendí un cigarrillo ante sus narices, cavilando en la falta de honestidad de nuestro tiempo, en la curiosa y dramática situación metafísica a la que el ciclo nos abocaba. ¿Podría en el futuro ser la Orden defendida de sus enemigos con tan singulares escuderos? Ay. Apagué el cigarrillo sobre una de las granadas pochas que coronaban a Boaz. Con actitud resuelta me dirigí al Venerable, que andaba trasteando en la nevera en busca de una cerveza, y le rogué que hiciera reinar el orden geométrico y que se prosiguiera ya con el rito.

El profano se había recuperado, musitaba algunas incoherencias y pretendía que olvidáramos el desaguisado para seguir con su recibimiento. En fin, menos da una piedra, y al menos nos resarciríamos bebiéndonos los gintonics que vengativamente haríamos pagar al cobarde después de la medianoche. La Asamblea recuperó la compostura, vendamos de nuevo los ojos al muchacho, lo sentamos ante el cuadro de la logia y, con mucha paciencia y buen hacer, después de hacerle repetir dos veces la respuesta que todos esperábamos oír, hinqué la punta de la chincheta en su dedo índice y el rojo líquido brotó, al menos en su poco ejercida imaginación, como un torrente desatado. Juró luego, una y mil veces, ser un buen hermano en el porvenir, amar a la Orden y jamás divulgar secreto alguno de los que pudiera ver o escuchar. Le hemos dado, como no, el beneficio de la duda. Presiento que sus tres años durarán siglos, pues lo que comienza con tropiezos acaba descalabrado.

Sin embargo, le instruí con cariño, adiestrándole en los pasos, los signos, los toques, los tres puntitos, las palabras de su grado, o sea, ese vasto universo de nimiedades que algunos recibimos, una vez, con matemática complejidad. Todo le fue generosamente entregado: el manual del aprendiz, los guantes blancos, el mandil. Ojalá su gratitud supla un día las nefastas secuelas de su indecisión. El Venerable felicitó mi holgura de carácter al no haber aniquilado ahí mismo al ahora fraternal hermano. Y tenía razón. Qué de labores de limpieza nos hemos ahorrado, qué indudables problemas habrían llegado a los despachos de nuestros abogados criminalistas, qué inhóspita actitud la de la prensa local, en el caso de haber sido descubiertos. Y ello sin mencionar los gastos de tintorería, pues, aunque rojas, las paredes tapizadas del templo habrían necesitado de un lavado a fondo, al menos para ocultar las huellas.

Ahora, sin embargo, lo siento por nuestro gólgota, ese cráneo empolvado, anónimo y amarillento que seguirá allí, callado en su penumbra permanente, junto a la clepsidra, el espejo, el agua, el pan mohoso, el azufre, el mercurio, la sal, el gallo Abraxas, el vitriol, la vela y el bolígrafo bic. Temo que en su fuero interno lamente la perdida oportunidad de una digna retirada, y se desespere ante la obligación de seguir intimidando a docenas de aspirantes, o, peor aún, ante el deber de escuchar sus últimas y simbólicas disposiciones, sus más absurdas peroratas sobre el Creador, el prójimo y uno mismo. No tendrá reemplazo por ahora, y eso que la ocasión pintaba calva.

Febrero, 2019., in, @ PM


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